domingo, noviembre 11, 2012

Mascotitas furiosas


                                    
Mi vida me da miedo. Hace días que no me llama nadie. Discutí con todas mis amigas, no se salvó ni una. La última fue Analía. Las espanté como quien barre el jardín. Las hojas secas contra el rastrillo.
Encima, no pude ensayar. Uno de los actores de mi obra intentó suicidarse. Pasé todo el fin de semana en su casa atendiéndolo y disimulando las ganas de correr, de no parar hasta el infierno. Tuve que pasarle una esponja para retirar la pintura azul que le llenaba los poros, antes de que llegara su familia. Fue un intento de muerte especialmente turbia. Lo encontré tirado en el living de su monoambiente con el cuerpo cubierto por una costra seca de pintura. Parecía un pitufo trágico, demacrado. Uno no sabía si llorar, o pegarle una paliza. Las pastillas no fueron suficientes y se salvó, pero con secuelas. No se acuerda de nada. Tuve que sacarlo de la obra. Un actor sin memoria es un cuchillo sin filo.
Esa noche, cuando llegué a casa, Damián estaba durmiendo en mi cama con una viborita adolescente. El living revuelto. Una pila de platos y un grupo de cucarachas rubias realizaba una orgía en la mesada de la cocina. Todos felices, menos yo.
Entré hecha una furia a mi cuarto y saqué a la pareja del nido mientras gritaba toda clase de improperios. Palabras terribles que me llenaban la boca. Adjetivos puntiagudos que se disparaban solos como dardos inconscientes.
Ellos, ni amagaron una respuesta. Se vistieron en silencio y cerraron la puerta. Ese silencio terco me dolió más que ninguna respuesta posible. Entonces lloré. Hacía siglos que no lloraba así. No había límite en mi desesperación. Lloré por mí, por ellos y por la ristra de desgracias que me persigue cual reguero de pólvora.
Después de un par de horas, fui al baño. Cuando me miré en el espejo no me reconocí. Me di cuenta de que llorar no es conveniente. Se hinchan los ojos como delirios duros.
Abrí la botella de gin y me dediqué a tragar pequeños sorbos durante un rato para enaltecer mi sentido dramático de la existencia. La bestialidad que hay que disfrazar socialmente, dentro de mi jaulita hogareña se desboca.
Con el décimo trago de gin, abrí la puerta. Mi última amiga estaba en el umbral. Era medianoche.
Traía en brazos a Oliver, un pequinés consentido y ojeroso como todos los de su especie. Un infeliz con  problemas psicológicos que hacía su papel de perrito gomoso, pero que en realidad ocultaba en su interior a una serpiente emplumada. Anubis lo arañó en cuanto pudo y después desapareció con rumbo incierto.
Analía vino a contarme su último enredo geométrico: engañó a su marido con un funcionario ralo porque su marido la engañaba con la mujer del funcionario. Yo la miraba y no entendía con exactitud cuál era su boca.
La invité a sentarse y me cubrí de almohadones mientras intentaba una conversación. Cuando se levantó para ir a la cocina, lancé un sugestivo vómito sobre su mascota miserable, pensando que era un jarrón del mismo color que utilizo a tales fines. Oliver comenzó a chillar y su dueña regresó como un bombero al rescate, encontrando al desgraciado cubierto de un líquido denso. Lanzó un grito de espanto y yo no pude menos que reír sin sentido, reír porque sí, porque la vida era un disparate en ese mismo momento.
El perro me ladró con su furia enana y ella creo que me insultó, pero no me acuerdo porque me quedé dormida. Al instante caminábamos juntas por una calle onírica y encontrábamos un teatro con una inmensa marquesina que anunciaba, Hoy: GATO CON RABIA. Sacábamos las entradas y nos sentábamos en la primera fila. Analía abandonaba de pronto la butaca y se acercaba al único actor que había sobre el escenario. Un felino vestido de persona. Un asistente corrió a prevenirla. Pero ella quería tocarlo, desatendiendo el aviso y las convenciones sociales. El gato comenzó a ponerse blanco y demente. Cuando parecía que iba a saltarle a la cara, cuando su mejilla estaba destinada al zarpazo, el minino cambiaba radicalmente de actitud y se hacía bueno. Es más, abandonaba su forma para convertirse en medio niño. Un niño peludo y gatuno con necesidad de afecto.
Cuando desperté, entendí la lección. La falta de confianza conduce a la rabia del otro. O, no hay que confiar en los gatos. O, la rabia en escena sólo funciona si hay distancia.
Visto de cerca, cualquier criminal es un niño
  
 
Buscar en las diagonales. Irse por la tangente.
Hay esqueletos bellísimos en los rincones.
                      


(primer capítulo de La piel dura)

VII Curso de crítica y creación literarias: la escritura como arte

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